Un destacamento de
soldados del Imperio Lunar deja atrás Piedra del Herrero. Marcha camino al sur,
bajo una capa de rugientes nubarrones negros que amenaza con descargar su furia
contra los que se atrevan a desafiar a la Tormenta.
La mayoría de esos
hombres y mujeres, soldados y esclavos, no conoce el destino final de un viaje
que comenzó hace más de una estación en las Provincias del Imperio, muy al
norte.
Custodian y sirven
a una mujer de eminente santidad, reputación y poder, la Sagrada Hermana Hawarima
Dalzani, aquella que ha aconsejado a la Gran Hermana y al mismísimo Emperador.
La Capitana de la
tropa, Tomiry Laxmi, cabalga al lado de su carro.
—Debimos haber
permanecido a resguardo de la tormenta en la ciudad, mi Señora.
La Sagrada Dalzani le
contesta con las palabras de una amable maestra que educa a una niña profana en
los asuntos elevados de reyes y dioses.
—No es conveniente
retrasar este encuentro. El Imperio podría ganar una poderosa aliada. Y estas
tormentas no van a desaparecer en un tiempo, no hasta que la gran fortaleza y
su dios rebelde sean derrotados por la Diosa.
La Capitana Laxmi
ha recorrido este camino otras veces, ha prestado atención a las historias de
los viajeros y confirmado los detalles hablando con los pocos aliados que puede
encontrar entre estas gentes menos civilizadas que les consideran invasores.
Sabe que en
aquellos bosques, antes de llegar a las partes altas de las montañas, podrían
encontrar refugio de la tormenta, en las ruinas de una torre de tiempos olvidados.
Si prosiguen les
podría sorprender una avalancha de tierra y rocas, la crecida de un arroyo o el
ataque de algún Señor de las Tormentas y sus bandidos bárbaros. Es mejor no
arriesgarse.
La protección de la
Hermana Sagrada es un deber del que dependen su honor y su fe. Deben de
refugiarse y proseguir cuando cese la lluvia o pase la noche. Así se lo
aconseja a su Señora y así se hace.
Los bosques son
traicioneros, pero tiene un buen rastreador bajo su mando que sabe leer las
pequeñas señales.
Como le habían
contado, allí estaba, junto al camino, una piedra marcaba el lugar. No conservaba
las marcas pero, esa piedra había sido tallada, no se había desprendido y
acabado allí por sí misma.
Le sorprendió ver a
su Señora asomada fuera del carro, mirando fijamente a la espesura, antes de
ser informada del hallazgo. Se acercó a ella pero no hizo falta confirmación,
la Sagrada Dalzani lo había intuido.
—Sí, aquí es. Ahí
debe de estar tu torre. —no dijo nada más.
Sus poderes habían
servido bien al Imperio pero, en esta ocasión, no reveló ningún detalle, quizá
porque no los había o quizá porque no entendía las visiones.
Deben abandonar el
carro al poco de adentrase en el bosque. Lo ocultan bien y prosiguen con los
animales.
La torre emerge de
la falda de la montaña como un gigantesco cuerno que hubiera crecido de la
misma roca. Su cúspide se desmoronó hace siglos dejando la forma de una
cornamenta astillada.
La senda hasta su
base, desdibujada por las tormentas y la frondosa vegetación, es escarpada y
serpenteante. Las rocas oscuras que sobresalen del suelo son planas, de bordes
afilados. Según la inclinación con que se miren devuelven tonos de un profundo
verde esmeralda.
Los animales de las
inmediaciones, si los hay, guardan un solemne silencio, dejando en aislamiento
los sonidos de la lluvia sobre las hojas y las armaduras o capotes de los
viajeros. Incluso entre los soldados se extiende un receloso mutismo.
El escaso terreno llano
que encuentran cerca de las ruinas parece tener un influjo sobre los animales,
que se niegan a dar un paso más. Sin proferir sonido alguno, todos han acordado
que no se moverán de allí. Prefieren permanecer bajo la tormenta a entrar en
ese lugar.
Los viajeros se
miran unos a otros pero ninguno habla, descargan sus pertrechos y dejan a las
monturas atadas a estacas clavadas en el suelo.
La vegetación aquí
es odiosa, molesta y estéril, no sirve ni de alimento a las bestias.
El olor a bosque
mojado cede ahora a uno más poderoso y añejo. Una esencia a hierbas o especias
usadas por antiguos brujos, tan intensa que siglos después sigue impregnando
esos muros.
La oscura oquedad
que da entrada a la torre puede intuirse tras las zarzas salvajes que cierran
el paso.
La Capitana Laxmi
no usa palabras, simplemente mira a sus soldados y señala las zarzas. Inmediatamente,
varias cimitarras abandonan sus vainas y comienzan a segar un camino al
interior de la ruina. Las ganas de protegerse de una tormenta que va en aumento,
impulsan el trabajo de los soldados. Ha sido mucho más fácil de lo que
esperaban.
En el interior
lleno de piedras, antes de abandonar la alfombra de tenue luz que llega del
exterior, se apresuran a encender alguna luz para iluminar la oscuridad. Aguardan
ansiosos el final del ritual que ejecuta el soldado para encender las lámparas
de aceite. Las chispas saltan al entrechocar del pedernal y un pequeño rezo a
Lodril trae el fuego al montón de yesca.
Todos se sorprenden
cuando el fuego prende en un color verde y el olor a esencias se vuelve tan
potente que aturde los sentidos. La luz se hace en toda la estancia al prender
por si mismos varios braseros con ese turbador fuego verdoso, al tiempo que una
ola de calor les hace olvidar el frío y la humedad que portaban consigo.
No ven ruinas o
deterioro ahora, sino una sala bellamente decorada en la que predomina la
pintura de un dragón que se alarga y serpentea por las cuatro paredes.
Sus ropajes y
marcas son muy diferentes a las que vestían hace un momento, aunque reconocen
sus rostros. Sin embargo, es el sonido de una letanía lo que atrae su atención
hacia un pasadizo que desciende a las entrañas de la montaña.
Lo recorren con una
intención que no recuerdan, hasta llegar a un pesado portón de madera que abren
con decisión para irrumpir con furia en otra cámara.
El lugar es
iluminado tan solo por una gema sin tallar que late con una luz esmeralda,
suspendida en el aire entre unos símbolos extraños grabados en el suelo y el
techo por igual.
Allí sorprenden a un
grupo de figuras envueltas en túnicas oscuras que rodean la gema pulsante mientras
entonan un cántico. Los brujos aparecen borrosos a sus ojos, como si estuvieran
en este lugar y en otro al mismo tiempo.
La irrupción de los
recién llegados pervierte el ritual. Las tenebrosas figuras rompen en alaridos
de horror, comenzando a retorcerse en agonía.
Las paredes y el
techo se quiebran mientras el suelo tiembla. Una ola de fuego verde procedente
de la gema los traspasa y sus gritos se suman al ominoso coro de lamentos. No
arden pero, algunos comienzan a cambiar soportando un dolor atroz. Nuevos
miembros crecen en sus cuerpos deformándolos, convirtiéndolos en criaturas
repulsivas. Sus antiguos compañeros usan sus armas para acuchillarles y cortarles.
Hawarima Dalzani
desconcertada y aturdida grita pidiendo ayuda a la Diosa. Siente como algo se
revuelve en su interior provocándole nauseas y presa del pánico invoca todos
los poderes protectores de la divina Lesilla.
Su cuerpo se
ilumina levemente con una luz rojiza y su transformación se detiene pero, el
horror continúa ante sus ojos. Sus soldados y esclavos desgarrándose unos a
otros o a sí mismos. Los que intentan huir caen presa de las fauces monstruosas
que se forman en las paredes y el suelo de piedra.
Y la degeneración
no se detiene ahí, pues de los rincones oscuros surgen nuevos horrores.
Una
res con el rostro descompuesto de terror se abalanza sobre la Misionera, se
arrodilla ante ella rompiéndose los huesos y tendones de sus patas traseras,
suplicando su ayuda en un antiguo idioma, mientras intenta agarrarse a los
ropajes de la mujer con sus pezuñas delanteras. Sus gritos se tornan en agónico
estertor cuando el interior de su cuerpo hierve y sus vísceras emanan
derretidas por todos los orificios.
El
hedor es repugnante y la misionera solo piensa en huir, salir de ese lugar
maldito antes de sucumbir a la locura.
Un
árbol atraviesa corriendo la estancia profiriendo alaridos chirriantes mientras
sacude con sus ramas el aire y su propio tronco, intentando alejar desesperado
a la miríada de pequeñas aves de fuego que intentan posarse sobre él,
revoloteando a su alrededor y generando un rugiente crepitar de miles de
aleteos. Tras de sí dejan una nube de chispas que caen prendiendo fuegos en las
ropas y causando quemaduras de punzante dolor en la carne.
Una
criatura aterrada muge mientras se agazapa en un rincón del que no se atreve a
alejarse. El hombre debe sufrir un
suplicio debido a todas las ampollas que se extienden por su cuerpo, deformando
los tatuajes con las runas de su clan que ya no significan nada para este
torturado ser.
El
derrumbe de una pared abre una ruta de escape de esta pesadilla y la
atormentada criatura huye a cuatro patas. La misionera, recuperando el control
por un instante, corre tras ella a través de una gruta oscura, guiada por sus
mugidos, sin ver donde pone los pies, tanteando con las manos paredes que
hieren al tacto.
Más
adelante, un fulgor revela las formas que la rodean. Proviene del suelo, un
charco de fluido verdoso entre la piedra. El borboteo es el único sonido que se
escucha ya, liberando unos efluvios que al acercarse abrasan los ojos, la piel
y la lengua. Sabiendo que debe alejarse cuanto antes y jamás volver atrás,
salta entre las piedras para superar el charco, consiguiéndolo por poco y
quedando en equilibrio durante unos eternos latidos.
Un
sonido metálico, un chapoteo y un gemido la siguen, cuando una férrea garra la
sujeta del tobillo y la hace caer. Mira atrás un instante para ver la cara de
su leal capitana que ha caído dentro del légamo refulgente y se agarra a su
pierna con una mirada desorbitada de pavor y un gorgoteo estancado en su
garganta.
Con
un frenesí primario por alejarse de ese aire corrosivo asesta una implacable
patada a ese rostro deformado que la arrastra a la muerte, liberando su pierna
y permitiendo a sus dedos arañar su salvación en la roca.
La
gruta vuelve a la oscuridad y al húmedo ambiente aliviando la irritación que la
torturaba unos pasos más atrás. El aire se torna caliente y pegajoso antes de
llegar a una caverna iluminada por un fuego, uno que proviene de un caldero
pero no se halla bajo este, si no en su interior.
Allí
medita un gran Troll, hijo de la oscuridad, que le habla sin palabras ni
sonidos, y en su cabeza un eco atronador resuena con la compresión que debe
asimilar:
—Las
Runas grabadas en piedra y carne son tu prisión y tu condena ¡Libérate,
libéranos! ¡Todos seremos iluminados!
Ante
la mirada de la exhausta viajera, el Troll se baña volcando sobre sí la olla de
líquido ardiente. Envuelto en llamas, ríe extasiado a la vez que grita de dolor.
El hedor de su piel, carne y huesos calcinándose, convirtiéndose en cenizas,
llena cada trago de aire, cada pensamiento o recuerdo, hasta que la oscuridad
solo provoca nauseas.
La
Misionera lunar ve entonces una escalera hecha de huesos, un gran costillar fundido
en la misma roca, que sube hacia la estancia donde entran los rojizos rayos de
la Diosa, iluminando la noche con su luz.
La
leal sierva de la Luna Roja ha comprendido la gran verdad que dormitaba allí
durante siglos, una para la que ha sido elegida, la única capaz de acabar con
las cadenas de los mortales y liberar la esencia primigenia que iluminará el
mundo con su fuego inefable.
Usando
todos los poderes otorgados por la Diosa y una cimitarra bendecida por el Emperador
conseguirá arrancar de los muros esas pérfidas runas, grabadas allí sin duda
por los malignos Aprendices de Dioses.
Y
la oscuridad se cierne sobre los sollozos y la risa nerviosa de la mujer, que
se apagan como un eco.
___
Más
de un año después de este suceso, un grupo muy diferente, aunque ya familiar,
avanza oculto por el bosque siguiendo la misma ruta.
El
viejo Herentaros lleva un rato preocupado y no le faltan motivos —Debemos
atravesar este tramo lo antes posible. Nos aproximamos a los dominios de Gagyx
Doble-Aguijón, la Reina de los Hombres-Escorpión, un páramo inundado por el
caos y la desolación. Es mala idea seguir cerca del camino cuando llega la
noche. Esos seres son siervos del Caos de lo más perversos, les encanta la
carne humana y disfrutan torturando a sus presas antes de devorarlas.
Gagix Twobarb receives Lunar ambassadors
by Jan Pospisil
A
Dalustana, la guerrera vingana, no le asustan los rumores —Nunca me he
encontrado con un enemigo como ese pero si nos sorprende alguno, lo atravesaré
con mi lanza.
Jorakos,
el guerrero varmandi que protege al viejo desde el principio, se apresura a
contener su ímpetu —Dicen que solo uno de ellos puede dar problemas a un
pequeño grupo de guerreros, deberíamos evitarlos.
El
cuarto compañero, Heothal el humakti, quién mejor conoce esta región les ofrece
una alternativa —Tranquilos, he oído hablar de una torre en ruinas a la que
temen más que a nada. Sus supersticiones nos vendrán bien. Podemos pasar la
noche allí y atravesar ese territorio a primeras horas del día.
Como
buen rastreador y conocedor de estos bosques, no tarda en encontrar una señal
que les conduce a la torre.
Salvada
la escarpada ascensión se encuentran ante las ruinas rodeadas de plantas
muertas. Los árboles cercanos son oscuros y retorcidos. El silencio es
sobrecogedor. El olor desagradable y sin viento que lo disperse, inunda el
lugar. Tendrán que aguantarlo por una noche.
Al
entrar pueden ver algunas piedras y maderos desprendidos. Encienden unas
antorchas y se sorprenden al encontrar objetos de un antiguo campamento que fue
abandonado aquí, incluso armas rotas y corroídas. Todo parece podrido o desecho
pero, no hay señal de pequeños animales o insectos.
Más
allá ven un pasadizo que no está totalmente bloqueado y al fondo, un ligero
brillo verde atrae su atención. Antes de decidir si van a quedarse aquí,
deciden explorar el interior.
Con
mucha prudencia apartan varios obstáculos hasta llegar a las maderas
desvencijadas de una vieja puerta, que se vienen abajo al primer contacto.
Al
entrar descubren con horror los restos de antiguos viajeros. Son cuerpos consumidos
y resecos, algunos hechos pedazos. Alguien cortó de todos ellos los trozos de
piel donde se encontraban sus tatuajes rúnicos y los amontonó en un rincón,
como deshechos. Del mismo modo, las paredes están destrozadas donde antes hubo
runas grabadas.
El
cuerpo que más destaca es el de algún tipo de bruja lunar. Parece ser la que
arrancó los pedazos de piel a los otros y puede que a sí misma. También cogió
dos huesos de otro cuerpo y astillándolos por la mitad se los clavó en los ojos
y en el corazón.
Algunos
de los restos sobresalen de la piedra como si hubieran sido engullidos por los
muros.
Y
en el centro de toda esa abominable escena, una gema verde emite un ligero
fulgor. Está enquistada en unas raíces negras que cruzan la cámara entre el
techo y el suelo, entre cada pared y su opuesta. A la luz de la antorcha, la
viscosidad de esas hebras las semejan a venas o tendones.
Un
leve soplo de viento hediondo les eriza el pelo del cuerpo. De soslayo
contemplan alarmados como varias figuras emergen del suelo y los muros. Se
puede ver a su través, atraviesan los objetos y flotan en el aire. Sus rostros
reflejan la locura y el odio más extremo.
Al
grito de la guerrera — ¡Corred, Espectros! —Los cuatro compañeros se precipitan
por el pasadizo hasta alcanzar el exterior de la torre. Solo entonces, la más
veloz entre ellos se permite mirar atrás para ver si han salido todos y si esas
cosas les siguen fuera.
Con
el corazón desbocado se detiene y levanta una mano en señal de calma. Están a
salvo.
Pero
los tres guerreros quedan mudos mirando fijamente al viejo y a lo que lleva en
la mano. El propio Herentaros parece sorprendido cuando la mira. Descubre que,
antes de salir corriendo, ha arrancado la gema de esas raíces — ¡Por las barbas
del Sabio Gris! Ni siquiera recuerdo haberlo hecho.
Duda
por un momento pero decide —Bueno, está bien haber rescatado la gema. No sé qué
ritual despreciable se practicó ahí dentro pero no podemos dejar que nadie se
la apropie, podría ser importante.
Saca
un paño y envuelve bien la gema para cubrir su brillo y ocultarla.
Jorakos
ha cambiado de idea —Abandonemos este lugar maldito. Antes prefiero vérmelas
con los devoradores de hombres. A esos si les puedo clavar la espada.
Parten
apresuradamente sin mirar atrás y no alcanzan a escucharlo. Tras su marcha, las
ramas de los árboles se estremecen violentamente pero no por el viento, sino
por la estela de una presencia antigua y dañina que vuela ahora libre por estos
bosques.
Y
dejamos por esta noche las andanzas de estos cuatro compañeros. Volveremos a
saber de ellos aunque quizá lo que han liberado sin saberlo se convierta en el
problema de otros.